R. LLOBERA, Josep La Identidad de la Antropología.Barcelona, Anagrama. 1990
Por Joan Bestard Camps
Desde hace ya algunos años en las revistas especializadas de Antropología Social aparecen artículos, discusiones y polémicas en torno a los principios del conocimiento antropológico y a la legitimidad de dicho conocimiento. Si bien esta interrogación sobre las formas de comprender y conocer ha sido la constante en el seno de las disciplinas sociales -lo que conduce a los observadores externos a considerarlas como disciplinas en crisis permanente-, en estos momentos la discusión se ha ido centrando en la forma de generar los conocimientos en el trabajo de campo y en la escritura de la etnografía. Así han ido proliferando reflexiones en torno al trabajo de campo y se han ido analizando las etnografía como textos. Si en los años sesenta el problema del conocimiento antropológico se planteaba en términos de paradigmas teóricos, la nueva moda trata de convencernos de que dicho problema se origina en el proceso en que las etnografías se constituyen como tales: en el trabajo de campo y en la escritura etnográfica. Si antes se hablaba en términos de epistemología y metodología, actualmente se habla de retórica y de narratividad. Ante el mundo cambiante a que se enfrentan los antropólogos debido a la situación post-colonial y a la criollización de las culturas, parece que los más importante estriba en tomar conciencia de la relación establecida en el trabajo de campo y de los instrumentos retóricos a través de los cuales se representa dicha experiencia. Los viejos modelos de narración realista de la etnografía han dejado de ser válidos y ha ido creciendo el afán por experimentar nuevas formas de representación, en crear nuevos textos y nuevas narraciones en que se registren las diferentes voces del Otro. La cuestión del cambio en la definición de las culturas ha sido desplazado hacia un cambio en la estructura narrativa de los textos etnográficos y todo el problema del conocimiento antropológico parece reducirse a una disputa en torno a nuevos géneros literarios para la representación etnográfica. Los nuevos tiempos necesitan nuevos escribas, nuevos autores y nuevos textos.
Al mismo tiempo que la elite intelectual de la antropología ha ido debatiendo las bases de su conocimiento en una contemplación narcisista de su actividad personal de relación con el Otro y ha ido experiementando con mayor o menor acierto nuevas formas de escritura etnográfica, otros antropólogos más pragmáticos, más anodinos, con menos conciencia crítica o con más dosis de cinismo, han ido vendiendo sus conocimientos a las instituciones estatales o multiestatales de turno haciendo creer que podrían arreglar los males en las culturas siempre que fueran detectados con precisión profesional y con tal de que se prescindiera de su malestar fundamental. Así han ido proliferando, bajo diversos nombres, nuevas formas de antropología aplicada que escandalizan a aquellos antropólogos formados en las discusiones políticas y críticas de los años setenta.
Ante este panorama, más bien desolador, de nuevos escribas de la etnografía o nuevos profesionales de la antropología, Josep R. Llobera nos ofrece un libro explicitamente polémico contra la beatería intelectual de los que van repitiendo las frases y las modas del último posmoderno de turno. En el primer capítulo y en tercero – “El trabajo de campo, ¿panacea antropológica o camisa de fuerza epistemológica?”,”El presente antropológico”- desenmascara la pretendida humildad hermenéutica ante el Otro de aquellos antropólogos que ponen en el centro de su conocimiento la experiencia del trabajo de campo y van autocontemplándose en esta artificiosa experiencia en el corazón de las tinieblas que toma forma de texto etnográfico cargado de reflexividad. La problema al que llegan estos nuevos etnógrafos parece evidente: ¿cómo es posible un conocimiento científico supuestamente impersonal a partir de una experiencia profundamente personal de relación con el Otro?. Su solución no deja de ser simplista: negar toda pretensión científica a la antropología y seguir adelante experimentando nuevas formas de representación etnográfica. Josep R. Llobera se sitúa claramente contra dicho planteamiento y, en un tono provocador y brillante, analiza los presupuestos que han conducido a la comunidad antropológica a dicha situación, desde la reificación del trabajo de campo como rito de paso para la identidad del antropólogo hasta la huida del desafío científico que ha representado la reflexividad del encuentro etnográfico convertida en la razón de ser de la disciplina.
Si bien estos dos capítulos puede provocar respuestas airadas entre los intelectuales o antropólogos del pais que hayan descubierto a Cl. Geertz o a J. Clifford y hayan sido subyugados por el arte de su retórica, no creo que el segundo capítulo y su excursus-“El Mediterráneo, ¿área cultural o espejismo antropológico?”, “El imperialismo cultural del Norte”-, escrito también en el mismo tono polémico y quizás más mordaz que los anteriores, suscite entre nuestros medios profesionales la misma airada reacción que causó hace casi dos años un artículo semejante escrito por Josep R. Llobera en una revista profesional inglesa. En esta ocasión abundaron las cartas al director y el tono de la discusión rozaba el insulto personal, como si todos los antropólogos ingleses o americanos que habían escrito en el Mediterráneo se sintieran atacados en lo más íntimo de sus fantasmas intelectuales. Muchos antropólogos del Sur de Europa consideramos pertinentes la crítica a las etnografías que en nombre del área Mediterranea han pretendido primitivizar unas gentes claramente inmersas en la historia desde hace muchos siglos. Creo, sin embargo, que la lectura de esta crítica a los modelos del Norte no permite ningún resquicio a la autocontemplación satisfecha de las producciones intelectuales de los antropólogos que han nacido y trabajan en los márgenes de Europa ni a la ausencia de reflexión sobre las complejas relaciones que en una ciencia social la comunidad científica local mantiene con la internacional. Ni el parroquialismo del área cultural ni el nacionalismo de la burocracia intelectual son una alternaniva a la antropología del Medíterraneo ni menos aún a los retos a que está enfrentada la antropología en el futuro.
Si la lectura de estos tres capítulos ya son suficientes para suscitar pasión intelectual y sentirse provocado en una polémica en torno a la identidad de la antropología, creo que merece la pena destacarse el excursus titulado “El etnógrafo y el racismo”, sobre todo si el lector está interesado en interrogarse en las raices culturales de algunos de nuestros prejuicios más profundos y no tiene suficiente en las respuestas dadas por el relativismo cultural. Aquí Josep R. Llobera, en contra de lo que pudiera sugerir una lectura apresurada del primer capítulo del libro, nos ofrece una brillante reflexión sobre su experiencia de trabajo de campo. Nos presenta el malestar cultural que supone trasladarse desde la vida académica cosmopolita hasta una isla del Caribe e iniciar la observación participante un atardecer de Carnaval y encontrarse inmerso en una multitud de personas desconocidas que además son negras. Allí surgen todos los prejuicios racistas que todo intelectual europeo se supone tiene superados, máxime si es antropólogo y su principio básico intelectual es la crítica al etnocentrismo. En este excursus se pone de manifiesto este elemento reprimido que todo antropólogo celosamente oculta o bien, como hiciera Malimowski, sólo vierte en sus diarios íntimos. Lo interesante de esta reflexión sobre una situación inicial caótica en el trabajo de campo radica en que ello no se convierte ni en el acontecimiento negativo que se erige en el punto de partida de una etnografía que, después de un penoso proceso de liberación de los prejuicios etnocéntricos, nos crea la ilusión de haber penetrado en las claves de una cultura, ni mucho menos en la base para reflexionar sobre la naturaleza del conocimiento antropológico. Es simplemente una reflexión sobre la subjetividad etnográfica que no pretende convertirse en base del conocimiento antropológico, sino en corrector de las reacciones viscerales que permitan explorar el tema de la identidad étnica. Cuestión teórica que no se agota ni en el trabajo de campo ni en la auto-conciencia de la posición del etnógrafo.
Por último quiero indicar que ni las reflexiones en torno al papel que juega el trabajo de campo en la antropología ni la crítica la área cultural Mediterránea son en este ensayo unas meras discusiones de especialista sobre algunas parcelas cerradas de su disciplina. Siempre que un antropólogo culto reflexiona sobre la identidad de su disciplina, en última instancia escribe sobre la propia identidad cultural occidental y pone de manifiesto algunas de las preocupaciones fundamentales de su cultura. Por algo la antropología es una invención de nuestra cultura. En este sentido creo que el ensayo de J. R. Llobera, en vez de ser leido dentro del marco estrecho de las polémicas a que nos tienen acostumbrados los antropólogos, tiene que ser considerado seriamente como unas notas por una definición de la cultura que señalan tanto los propios problemas a los que nos hemos visto abocados en el presente como los retos que tenemos en el futuro. De esta manera, la lectura de este ensayo puede convertirse en una rica aproximación a la escena cultural contemporánea.
4 de desembre 2009
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